viernes, 26 de abril de 2013

La razón: su poder y sus limitaciones

Mi anterior entrada en este blog ya estuvo relacionada con la lectura del libro de Victoria Camps: El gobierno de las emociones. Me refería en ella a la emoción de la vergüenza. Vuelvo a hacer ahora otra reflexión a cuento de la lectura de esta obra que, confieso, me ha resultado tan enriquecedora. Con motivo del encuentro con la propia autora en el marco de la Feria del Libro de Córdoba una segunda lectura reposada y concienzuda (así es la filosofía) me ha hecho descubrir muchas más cosas.

En concreto la relectura del último capítulo del libro titulado “La fuerza emotiva de la ficción” así como la lectura de un viejo artículo de Camps del año 1979 titulado “La sinrazón de la razón”, y la propia charla que ofreció la autora el pasado día 24 me han hecho reflexionar y plantearme yo mismo una serie de dudas sobre los poderes y las limitaciones de la razón como instrumento. Razón en la que hasta ahora yo mantenía y seguiré (¿?) manteniendo grandes esperanzas.

Creo que la clave para seguir manteniendo la fe en la razón está en saber qué es y para qué nos puede y debe servir. Está muy claro, al menos eso es lo que he descubierto yo de esta lectura y charla con Camps, que la emoción funciona mucho mejor como motor de cambio que la propia razón, pero eso no invalida las cualidades de esta última.

Me explico: son las emociones en mucha mayor medida que las razones las que mueven a los “humanes” (homenaje a Mosterín). No hay acción sin deseo y el deseo como motor sólo procede de una emoción: si llegamos a hacer algo es porque “lo deseamos” no porque “lo sepamos”. En esto, al parecer, anduvo muy equivocado Sócrates, como bien nos aclara Camps, y para practicar el bien no basta con conocerlo sino que hay que desearlo. El mero reconocimiento de lo que está bien y de lo que está mal no nos mueve hacia su búsqueda o elusión respectivamente. Ahí están la cantidad de corruptos que hay en este país (también en otros), que saben que no está bien lo que hacen, pues no podrían dejar de saberlo, pero siguen haciéndolo.

Es cierto pues que la emoción y la ficción, como bien dice Camps, pueden llegar y llegan más directamente al corazón, y que por ejemplo una gran obra de teatro o de cine o una gran novela que aborden el tema de la injusticia nos conmueven y nos mueven a la acción más fácilmente que una exposición razonada de las causas de esa injusticia. Pero sigo creyendo que la emoción no basta. Además, por otra parte, está más que comprobado que resulta muy fácil la manipulación a través de las emociones. Para evitarlo, en todo caso, tendríamos a la razón.

El poder de la razón es un poder de acción mucho más lento que el de la emoción pero en mi opinión mucho más consistente. Aunque a menudo se de la paradoja de que el uso de la razón parezca ir en nuestra contra y nos lleve racionalmente a desmontar los esquemas que hasta ese momento habían sostenido nuestro pensamiento, lo cierto es que siempre lo haremos con la tranquilidad de ánimo que nos da el saber que estamos siendo razonables.

Quizás sea cierto que el uso de la razón nos hace avanzar mucho más en el terreno de las dudas que en el de las certezas, pero como dicen de la filosofía, no se trata (por imposibilidad) de poder dar concluyentes respuestas cuanto de hacernos siempre que podamos las apropiadas preguntas.

Allá cada cual, pero yo prefiero mil veces las dudas que el autoengaño.

lunes, 11 de marzo de 2013

Vergüenza: una emoción en decadencia


¡Más vergüenza, por favor! 

Habrá quien se extrañe de esta vindicación que hago a falta de saber lo que quiero decir exactamente con ello. Voy a intentar explicarme. Acabo de leer “El gobierno de las emociones” de Victoria Camps, un libro muy interesante, sólo quizás un poco difícil en sus tres primeros capítulos dedicados a Aristóteles, Spinoza y Hume, para los que como yo no estamos tan habituados a la lectura filosófica. Pero a lo que voy: de todas las emociones, que son muchas, analizadas en este libro (por ejemplo: compasión, indignación, miedo, confianza, etc) la que más sugerente me ha resultado ha sido la abordada en el capítulo titulado “Sin vergüenza”.

Hay varios tipos de vergüenza. Una de ellas tendría que ver con la inseguridad, con la timidez. No es de la que voy a hablar. Sólo muy brevemente diré, ya que estamos, que esta vergüenza me parece digna del mayor respeto. Creo que la timidez, ese candoroso desnudamiento, es una muestra de autenticidad, de ausencia de máscara. Demuestra la presencia de una piel sensible y ruborosa, desencostrada. Otro, día si es menester, quizás hable de ella.

De la vergüenza que quiero hablar ahora es de esa emoción seminal que, me atrevo a decir, define persona. Quiero decir: la diferencia entre la especie humana y el resto de especies animales ha ido encogiéndose progresivamente desde que dejamos de ser una creación divina para pasar a ser simplemente el extremo de una de las ramas de la evolución. Casi todo lo que hacemos y gran parte de lo que sentimos, lo hace, quizás es cierto que a menor escala, alguna otra especie animal. No somos los únicos animales bípedos; no somos los únicos animales que utilizan herramientas; no somos los únicos animales que construyen casas y represas; no somos los únicos animales que sienten apego a los suyos, incluso después de muertos; no somos los únicos en sentir amor, alegría, tristeza, ira, … Pero sí somos (bueno, la mayoría lo somos) los únicos animales que sentimos vergüenza.

¿Qué es la vergüenza? Pues es esa emoción o sentimiento que poseemos por ser animales sociales dotados de sentido ético y moral. Como dice Victoria Camps, la vergüenza “consiste en el sentimiento derivado de la caída de la imagen que uno tiene de sí mismo, la pérdida de reputación, el descrédito ante algún otro o ante la sociedad”.

Es verdad que en la sociedades puritanas la vergüenza puede ser un sentimiento opresor, castrante. Este tipo de vergüenza tendría un origen, por así decirlo, fuera del individuo. Sería una vergüenza impuesta por la comunidad (que le pregunten por ella a nuestras madres y abuelas). Pero al margen de esta vergüenza, afortunadamente hoy prácticamente desaparecida en nuestro entorno, existe otra cuyo origen estaría exclusivamente dentro de nosotros. Sería esa vergüenza que manifestándose en nuestro interior, procedería del choque y la contradicción entre lo que pensamos que debemos hacer y lo que realmente hacemos, entre lo que está bien y lo que no lo está. Incluso en algunos casos, procedería del shock que nos causa comprobar el mal que llegan a hacer otros. De tal forma, nos avergonzaríamos de pertenecer a la misma comunidad, a la misma especie, que esos otros. Es lo que hizo sentir a Primo Levi, citado por Victoria Camps, “la vergüenza que los alemanes no sentían, que el hombre justo experimenta por el crimen de otro; el sentimiento de culpa de que exista ese crimen”. Ésta es la vergüenza que yo siento por la existencia de personajes como Luis Bárcenas, Silvio Berlusconi, Rafael Gómez “Sandokán”, etc.

Siempre me he preguntado qué es lo que pensarán estos tipos de sí mismos, cómo soportan mirarse al espejo cada mañana. A mí particularmente me resulta muy difícil aceptar el hecho de saber que comparto la humanidad con ellos. Su falta de vergüenza me hiere.

No sé si conseguiremos que algún día desaparezcan estos tipos de la faz de la tierra, pero mientras tanto, al margen de otras emociones, que no nos falte la de sentirnos avergonzados por su existencia.

¡Más vergüenza, por favor!